Noche Mala


Klaus era un buen chico. Antes de que tocaran el timbre, ya estaba en la puerta para recibir a las visitas moviendo la cola.

La familia lo había adoptado hacía poco más de seis meses, como regalo para el hijo más pequeño. Desde entonces, la bolita de pelo marrón y negra había crecido lo suficiente para asemejarse más a un perro joven que a un cachorro. Aún así, su espíritu juguetón no había cesado, y se pasaba el día entero corriendo y mordiendo cosas. 

Aquella tarde, cuando comenzaron a llegar los humanos cargando bolsas de colores, Klaus no pudo evitar contener su emoción y empezó a saltar y ladrar alrededor de los recién llegados. Hasta el anochecer se la pasó yendo y viniendo detrás de estos nuevos invitados, exceptuando a una tía abuela a quien no le simpatizaban mucho los animales y que había pedido que lo mantengan alejado. 

El primer incidente se produjo por esto mismo cuando, en una de sus carreras por la casa chocó con ella mientras esta transportaba una ensalada por el pasillo. Como resultado obtuvo una patada que lo corrió del camino. Klaus se alejó cabizbajo, el golpe no le había producido daños (la vieja ya no tenía mucha fuerza) pero el gesto lo había dejado consternado. 

Aquel sentimiento desapareció en cuanto uno de los niños le lanzó la pelota, y pronto ya se encontraba de nuevo moviendo la cola y disfrutando de la atención y mimos que recibía. 

El segundo incidente tuvo lugar en el living, un cuarto de hora más tarde, cuando se acercó a olfatear la enorme cantidad de cajas que se habían acumulado debajo de aquel árbol con luces, armado hacía un par de semanas por sus humanos. Al verlo, uno de sus dueños se acercó para apartarlo, pero Klaus logró esquivarlo y se echó hacia atrás. La conífera artificial se tambaleó, desperdigando varias guirnaldas por el suelo. La cuestión no pasó a mayores, pues el hombre logró atajar el árbol, pero el perro recibió un reto y fue llevado al patio. 

Afuera dos personas fumaban y hablaban, y Klaus los acompañó mientras la noche caía. Luego se fueron, y el perro se quedó solo, observando a la familia reunida dentro de la casa, a través de la puerta corrediza cerrada. De vez en cuando alguien salía para tomar aire y hacerle un poco de compañía, pero no permanecía mucho tiempo y volvía a entrar.

En Buenos Aires las navidades son calurosas. La imagen de Papá Noel vestido con un abrigo rojo contrasta con el albor del verano. Klaus contemplaba el living con la lengua afuera, y pese a que indudablemente hacía más calor afuera que adentro, la imagen que se formaba ante sus ojos era más cálida que el frío de aquella soledad. La familia se reunía en torno a la mesa y se pasaba platos y cubiertos con un tintineo sordo. El vidrio amortiguaba un poco el sonido, pero Klaus lograba oír las carcajadas y la superposición de voces. 

Permanecía sentado, con su plato de comida como único acompañante, cuando de pronto, a la par del brindis del living, estalló como un trueno una ensordecedora explosión. Se sobresaltó aturdido, con los ojos muy abiertos y la respiración acelerada. El terror apenas había comenzado. Una tras otras las explosiones se sucedían sobre su cabeza, perforándole los tímpanos y conduciéndolo a un pánico incontrolable. La noche se iluminaba por esas ráfagas estridentes de horror, que desgarraban el cielo y acababan en un estruendo que le hacía retumbar hasta los huesos. Comenzó a correr de un lado a otro, en busca de un lugar que lo resguardarse de aquel infierno, pero en aquel cuadrilátero descubierto era completamente vulnerable. 

Adentro la familia se percató de la situación, y salieron al patio para entrar al perro. Pero ya era tarde, había escapado. 

Klaus corrió por las calles de la ciudad, intentando alejarse de aquellos bombardeos, pero el ruido lo perseguía como el rugido de un león que va tras su presa. Su confusión creciente se mezclaba con la desesperación, y una neblina nublaba sus sentidos para todo aquello que no fuera escapar. No tenía idea cómo había logrado saltar el muro del patio, pero lo había hecho. La adrenalina recorría su pequeño cuerpo generando una explosión de energía, y el frenesí que se había apoderado de él lo conducía peligrosamente a la deriva.

En la cálida ciudad, al compás de los brindis, los abrazos, los festejos y el amor, el perro era devorado por el torbellino del miedo y el terror. 

En la noche iluminada por las lámparas led, los angelitos colgados en las avenidas, las guirnaldas, las luces de los departamentos y las casas, Klaus se sumía en una oscuridad que se ennegrecía con cada fogonazo. 

Y con el último estruendo, su corazón también estalló.


Marco De Lisa


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